Prensa Libre
Con la pierna rota, con fuerte dolor y sin esperanza de volver a caminar bien, Íñigo pidió que le llevaran libros de caballería cuya lectura disfrutaba tanto, esto fue en 1531. Quizá esa afición podría equipararse, en la época actual, a ver televisión por horas o prenderse por horas a los videojuegos.
Pero las aventuras de caballería le parecieron vacías, absurdas, tontas: una sensación muy común en tiempos modernos, con muchas personas jóvenes.
Íñigo fue el menor de 11 hermanos, de una familia española de linaje. Desde joven quiso destacar y se marchó de su casa para unirse al Ejército. “Hasta los 26 años de edad fue hombre dado a las vanidades del mundo y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra”, dice su autobiografía.
Pero algo cambió el rumbo de su existencia: en una batalla, una bala de cañón le destroza la rodilla. La convalecencia es larga. Dado que no puede efectuar ninguna tarea, se dedica a leer libros con vidas de Jesucristo y de varios santos. Le impresionaron los testimonios de caridad y amor, así como el emprendimiento de grandes empresas inspiradas solo en la fe. Es así como Íñigo empieza a decirse: “Si San Francisco hizo esto, pues yo lo tengo que hacer. Si Santo Domingo hizo esto, yo lo tengo que hacer”.
Con los años, Íñigo se cambiaría el nombre a Ignacio, y fundaría la orden religiosa de la Compañía de Jesús. No fue fácil, pues debió soportar incluso prisión y superar numerosas vicisitudes. Sin embargo, hoy se le recuerda por su santidad, misma que logró descubrir a través de la meditación sobre los sucesos de su vida.Comprendió que para ser santo, basta una cosa: querer serlo.
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